Recuerdo que en mi infancia, cuando la tarde no me permitía correr por la alameda encendida, jugaba en una baranda con mis carritos de hojalata pintados de rojo, amarillo y azul, llenos de paseantes de madera. La vía tenía un palmo de anchura y varias curvas. Yo rodaba mis juguetes con la ilusión de que la baranda larga y clara iba a la ciudad distante donde jugaban niñas y niños, y olvidaba mi paseo real, pues su camino me parecía encantado. También recuerdo la mañana de la hacienda. El estanque cubierto de madreselva y jazmines donde flotaba mis canoas minúsculas de hojas secas. Se deslizaban por la acequia entre pequeños golfos de limpia arena. El viaje era largo, llevaba a las heredades vecinas en travesía bella entre las maravillas de los musgos y de las ovas verdes. De convertirme por arte mágico en un Colón atómico, hubiera descubierto Américas de fantasmagoría. Yo seguía con la imaginación este velero luciente que llevaba correspondencia secreta a las beldades infantiles y luminosas de las haciendas ensoñadas.
(De " Motivos ")
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