El
año pasado, después de superar los detectores de metales en un aeropuerto, oí
unos gritos desgarradores que hicieron volver la cabeza a todo el mundo. Era
una niñita, de tres o cuatro años, llorando con desesperación. La madre la
había alzado y trataba de calmarla, en vano. Los gritos subían de volumen,
cargados de una angustia que la niña, evidentemente, se empeñaba en hacer
pública. Abrazaba una muñeca, gesto del que deduje lo que debía de haber
pasado: los policías de seguridad le habían revisado la muñeca. Lo confirmé
cuando pasaron a mi lado y oí a la madre diciéndole: "Te juro que no le
hicieron nada, te lo juro...". Alguien me dijo después, cuando le conté la
historia, que muñecas y juguetes son especialmente temidos en esas
circunstancias, porque los secuestradores de aviones los han usado más de una
vez para introducir armas. Quién sabe qué había pasado por la cabeza de esa
niña al ver su muñeca en manos de los policías; quizás la habían atravesado con
agujas o la habían palpado de un modo amenazante; quizás vivió una especie de
violación vicaria; después de todo, las niñas depositan muchos sentimientos en
sus muñecas. Sea como sea, la muñeca había pasado el examen, aun a costa de las
lágrimas de su dueña, y ya estaba "en tránsito". La situación me
recordó una historia poco conocida en la vida de Kafka. En 1923, viviendo en
Berlín, Kafka solía ir a un parque, el Steglitz, que todavía existe. Un día
encontró a una niñita llorando, porque había perdido su muñeca. Kafka inventó
al instante una historia: la muñeca no estaba perdida, sólo se había ido de
viaje, para conocer mundo. Y le había escrito a su dueña una carta, que él
tenía en su casa y le traería al día siguiente. Y así fue: esa noche se dedicó
a escribir la carta, con toda seriedad. (Dora Diamant, que cuenta la historia,
dice: "Entró en el mismo estado de tensión nerviosa que lo poseía cada vez
que se sentaba a su escritorio, así fuera para escribir una carta o una postal").
Al día siguiente la niña lo esperaba en el parque, y la
"correspondencia" prosiguió a razón de una carta por día, durante
tres semanas. La muñeca nunca se olvidaba de enviarle su amor a la niña, a la
que recordaba y extrañaba, pero sus aventuras en el extranjero la retenían
lejos, y con la aceleración propia del mundo de la fantasía, estas aventuras
derivaron en noviazgo, compromiso, y al fin matrimonio e hijos, con lo que el
regreso se aplazaba indefinidamente. Para entonces la niña, lectora fascinada
de esta novela epistolar, se había reconciliado con la pérdida, a la que
terminó viendo como una ganancia. Privilegiada niñita berlinesa, única lectora
del libro más hermoso de Kafka. Me han contado, y quiero creer que es cierto,
que el gran estudioso de Kafka, Klaus Wagenbach, buscó durante años a esa niña,
interrogó a vecinos del parque, revisó el catastro de la zona, puso avisos en
los diarios, todo en vano. Y hasta el día de hoy visita periódicamente el
parque Steglitz, examina a las señoras mayores que llevan a jugar a sus
nietos... La niña ya debe de ir para los noventa años, y es difícil que la
encuentre. Pero el esfuerzo vale la pena. Esas cartas de la muñeca lo tienen
todo para hacer soñar no sólo a un editor como Klaus Wagenbach. El llanto de mi
niña del aeropuerto enlazaba con el de la niña del parque Steglitz, a ochenta
años de distancia. Uno tiende a sonreír frente al llanto de los niños, porque
sus dramas nos parecen menores y fáciles de solucionar. Para ellos no lo son. Y
hacer el esfuerzo de entrar en las relatividades de su mundo se equivale con el
trabajo de entrar al mundo de un artista, donde todo es signo. El contrato de
una niña con su muñeca es un contrato semiótico, una creación de sentido,
sostenida en la tensión del verosímil y la fantasía. De ahí que la anécdota no
sea casual: Kafka fue el más grande descubridor de signos en la vida moderna.
Reiner Stach señala con mucha pertinencia, en su biografía de Kafka, que para
el escritor no se trata sólo de saber observar, sino que es preciso descubrir
los signos ocultos en lo que se observa. La elogiada precisión quirúrgica de la
mirada de Kafka se hacía escritura en la transmutación de lo visible en signo.
La desaparición del libro de las cartas de la muñeca, por mucho que la
lamentemos, deberíamos verla como un signo positivo. Es el elemento que, por su
ausencia, da sentido al resto de la obra, que es una saga de desapariciones
cuya presencia en forma de relatos, de escritura, tiene por función cerrar la
herida de la pérdida. Por poco que lo pensemos, esta función fue la que dio
origen a los cuentos que se le contaban a los niños, para enseñarles a temer el
mundo, y al mismo tiempo para que aprendieran que el mundo había existido antes
que ellos, y seguiría existiendo sin ellos. Fue esta función
terapéutico-didáctica la que realizó la obra de Kafka, y por eso con él se
cerró el ciclo histórico de la literatura infantil. Sus cuentos de hadas
hicieron anacrónicos todos los demás, y el siglo XX, por causa de él, no tuvo
sus Perrault ni sus Andersen (ni su Dickens). Pero lo tuvo a Kafka, y es
suficiente.
Babelia
8 de mayo de 2004
No hay comentarios:
Publicar un comentario