miércoles, 15 de febrero de 2012

Historias de juegos

En esta sección presentaremos relatos de juegos verdaderamente vivenciados por sus narradores. Quienes escriben pueden ser escritores profesionales o no, pero los textos son el recuento de una experiencia propia. Testimonio y recuerdo de momentos lúdicos particulares.



En Paraguay: "A Armín Meza le hicieron varias ofertas por su árbol favorito, pero nunca las acceptó. También rechazó cortarlo para ampliar el campo de futbol donde jugaban sus hijos: "Primero nos molestaba en la cancha, pero después era un jugador más, la pelota rebotaba en él" dice su hijo Héctor Meza.

Ver: https://elpais.com/elpais/2018/08/28/planeta_futuro/1535487478_721098.html




En Brasil Cuenta Paulo Freire: "Me veo entonces en la casa mediana en que nací en Recife, rodeada de árboles, algunos de ellos como si fueran gente, tal era la intimidad entre nosotros; a su sombra jugaba y en sus ramas más dóciles a mi altura me experimentaba en riesgos menores que me preparaban para riesgos y aventuras mayores."




En Venezuela: Ángel Acuña (Doctor en Motricidad humana) nos presenta los juegos de la tribu Yu'pa: Sierra de Perijá (Región Noroccidental de Venezuela):

Imitación de los équidos (juego bastante extendido): “Niño que colocado a gatas es llevado o dirigido por otro niño o niña que tira de una cuerda, la cual lleva el primero atada al cuello o sujeta de la boca. El que se encuentra agachado haciendo de mulo lleva a veces algunos objetos atados a la espalda, o dos bolsitas colgadas por los costados que transportan de un lugar a otro. Con frecuencia las bolsas que se transportan se llenan de tierra negra como si fuera café. En ocasiones él que hace de mulo se coloca en las manos unas grandes conchas que en contacto con el suelo reproducen el sonido de las herraduras. En otras ocasiones niños colocados a gatas bajan por pendientes muy pronunciadas y llenas de barro, resbalando y cayendo con frecuencia, haciendo entender la dificultad que ello entraña para los mulos en situaciones reales. Igualmente se pasa a gatas por encima de un charco de agua o una corriente pequeña de agua al modo que lo hacen los mulos al pasar por el río.” 


Nota: "En los niños el tiempo y lugar de juego no se hallan definidos con precisión, dado que cualquier momento y cualquier espacio se puede emplear para emprender una actividad lúdica, bien sea individual o colectivamente." (pags 157 y 158 Ángel Acuña Delgado: Yu’pas en la frontera de la tradición y el cambio, Ecuador, 1998).





En Perú: Julio Ramón Ribeyro inspira un juego de ruleta:

Julio decía que el 35 le daba suerte. Lo sentía como un polo magnético y, por cierto, había acertado varios plenos en su vida de jugador apostando a ese número. Yo, que he tratado de seguir su ejemplo en la literatura, quise también seguirle los pasos en el casino. Y la ocasión no tardó en presentarse.

Sucedió una noche, cuatro o cinco días después de su fallecimiento.Me había despertado aquel día pensando en telefonear a Julio para proponerle salir juntos de noche, o como decíamos "para soplarle un ojo a la Diosa de la Fortuna" y, al cabo de un instante, recordé que ya no estaba en este mundo y que la fuerza de la costumbre ignoraba esa lamentada ausencia. Sin embargo, no por ello dejé de preguntarme: ¿Debería probar suerte esta noche? "No", me dije. "Hoy es viernes, y los viernes no me son favorables". Y me quedé de lo más tranquilo, aunque más tarde, durante el almuerzo, reconsideré la idea. Pensé que si iba con otra persona tal vez no me iría mal y decidí avisarle a Guillermo Niño de Guzmán, empecinado compañero de fortunios e infortunios. Pero nuevamente retrocedí. Llegada la noche fui dejando que pasara el tiempo, no llamé a Guillermo, y de pronto me dieron las once de la noche y, sin saber bien por qué hacía aquello, en vez de ponerme piyama y deslizarme en la cama, que era lo que tenía previsto, acabé duchándome y vistiéndome como para una gran fiesta -terno oscuro, camisa blanca, corbata- y saliendo de casa.

Salí solo. Viandante solitario y sin rumbo fijo, como en ese cuento de Julio Ramón, Una aventura nocturna, aunque sin el aire patético del pobre Arístides ni las ganas de conocer a una señora que me obligue a cargar pesadas macetas. Hasta que, en una de ésas, desplazándome -tanto en auto como a pie- con la celeridad y la convicción de un marido celoso, arribé a la puerta del lugar en el que inconscientemente había estado pensando todo el día: el lujoso casino La rosa náutica, un salón de juego ubicado en el extremo de un espigón que se interna doscientos metros mar adentro. "¡Ya está!", exclamé. "¡Estoy aquí porque así tenía que ser!"

Hay una sensación agradable cuando uno se encuentra solo y recién duchado y bien vestido e ingresa a un casino. Uno se mueve diferente, camina más erguido, fuma los cigarrillos con mucho estilo, sonríe de una manera seductora e incluso observa a los jugadores de las mesas de juego como un espía británico en misión especial. Con esa sensación, y con ese buen ánimo, compré mis fichas y tomé asiento en una mesa de ruleta. Y casi en seguida, esbozando como Julio una media sonrisa, le aposté cuatro fichas al 35.

Unos segundos después, el apuesto James Bond huía de mí y de pronto sentía la caspa en las solapas que el pobre y triste Arístides debía descubrir si estuviera en un trance semejante. El rastrillo del croupier se llevó mis fichas perdidas.

¡Jugarle al 35, qué locura! ¿Por qué diablos se me antojó tal cosa? ¿Acaso había oído yo una voz interior que me dictaba ese número? ¿Acaso pretendía ser un pálido remedo de Mirandâo, el íntimo amigo de Vadinho, ese extraordinario personaje de la novela de Jorge Amado, Doña Flor y sus dos maridos? El difunto Vadinho, o más bien su fantasma, le aconsejaba a Mirandâo que apueste al 17? ¡17!, susurraba febrilmente en los casinos de Bahia, sólo para que Mirandâo pudiera escucharle. Y su amigo sacudía la cabeza, resistiéndose. Pero Vadinho no claudicaba y arremetía otra vez en tono exigente: ¡17, filho da puta!
Y Mirandâo apostaba y ganaba. El fantasma de Vadinho le tenía arreglada la ruleta.

No, no era ése mi caso. Yo no sentía una voz interior ni nada por el estilo. Todo lo mío se reducía a la nostalgia por el amigo ausente, al homenaje banal y el ludismo literario, a la soledad en medio de distinguidos extraños que no sabían, ni tenían por qué saber, de mi tristeza obligatoria.

De manera que mi primera reacción fue beber un whisky, y salir a tomar un poco de aire fresco. Me detuve en el puente, entre el restaurante y el casino, y me apoyé en la balaustrada, el vaso de whisky dando vueltas entre los dedos, mirando la noche, el mar, la fulgurante espuma de las olas bajo la luz de unos potentes reflectores. Y entonces me acometió una extraña ansiedad. Leí, o creí leer, en las misteriosas fragancias del mar, que no estaba haciendo lo que debía y que lo conveniente y necesario era volver a la ruleta.

Fue en ese momento que miré mi reloj pulsera. Eran las doce y cinco de la madrugada. El viernes de mal agüero, me dije, ya me ha dejado, comienza el sábado, y a lo mejor el buen Julio está de vuelta, prestándome otra vez su media sonrisa y conminándome a tentar suerte.

Altiva la mirada, retorné a la mesa cuando ya la bolita giraba velozmente en la fina madera de la ruleta -¡James Bond volvía al ataque!-, y esta vez, con más audacia, alcanzando con las justas la apremiante voz de ¡últimas apuestas!, dejé caer cinco fichas sobre la casilla del 35 y además arriesgué diez al negro para reforzar mi fe, mi esperanza, y por el momento la promesa de mi caridad -me refiero a las propinas que los ganadores suelen darles a los croupiers- porque todavía la bolita seguía girando y girando, y mis ojos y los latidos de mi corazón se movían al mismo ritmo aunque nadie parecía darse cuenta. Y luego la velocidad aminoró y la bolita pegó un par de brincos y, paf, se plantó en un número. ¿En cuál, Dios mío? ¡El 35!, vociferó el croupier y seguramente también Julio que debía estar en algun rincón del casino felicitándose por mis buenas ganancias.

No voy a dar cuenta de la enorme alegría que me tremolaba en todo el cuerpo, de cómo disimulé esa alegría (porque no es de buen gusto ponerse tan alegre cuando otros pierden)y, mucho menos, de cómo opté por ir a cambiar mis fichas, pensando que ya había ganado lo suficiente y que, si seguía en el casino, a lo mejor lo perdía todo en unas horas. Pero sí diré que Julio, no sé de qué manera, estuvo esa noche a mi lado. ¿Qué es todo esto? ¿Un artículo de Ciencias Ocultas o sólo mera literatura? Ojalá que sean las dos cosas. Y también, si se puede, lo que en realidad es por encima de todo: el testimonio de una vivencia real, que habla de mi gran afecto y amistad por la excelente persona y por el notable escritor que fue Julio Ramón Ribeyro.

Fernando Ampuero http://www.caretas.com.pe/1392/ramon-ribeyro/ribeyro.html



Desde España: Juegos de posguerra

Además de ser muchos para ninguno de ellos hacía falta gastar dinero. Para aquellos juegos que precisaban de un mecanismo de pago para darle mayor interés, el dinero era lo que en valenciano llamamos "cartonets", anverso de las cajitas de cerillas. Las había de todas clases y precios. Las sencillas eran la imagen de la propia cerilla, cabeza de fósforo con cuerpo de papel encerado, con sus correspondientes brazos y piernas. El rascador era de papel de lija y valía 0,40 pesetas. Con ese precio te darían hoy unas 400 cajitas por cada euro. Se compraban en paquetes de 20 cajitas. Las de categoría máxima costaban 0,50 pesetas cada una pero estas sólo se compraban para ir al bar los días de fiesta. Eran un poquito más grandes y llevaban imágenes de toreros, escudos de futbol, banderas, etc. con cuerpo de madera resinosa. En nuestros juegos de niños siempre se pagaba con los cartones más sencillos y guardabamos para sí los más grandes y bonitos. Aunque en principio "els cartonets" tenían el mismo valor, algún niño mayor que se había quedado "sin efectivo" se inventó que los de toreros o similares valían como cinco sencillos, motivo por el cual recuperó parte del capital y así quedó pactado para siempre el nuevo valor facial. Con este tipo de moneda ("cartonets") se apostaba en muchos de los juegos de la época. (décadas de 1950 y 1960) porque esto le daba mayor interés y atención al juego. Había un juego que se hacía directamente con los propios "cartonets" que consistía en dibujar una línea en la pared a una cierta altura y sujetando el "cartonet" en dicha línea, dejarlo caer en el suelo uno tras otro todos los jugadores alternativamente. En el caso que el tuyo cayese sobre la pieza o piezas de los otros jugadores, te llevabas el tuyo y todos los que tocaran a este. Los que no conseguían quedar encima de ningún cartón quedaban en el suelo. Rafael Fabregat.

Ver los demás juegos descritos en: http://rafaelcondill.blogspot.mx/search/label/La%20posguerra



En México recuerdos nostálgicos inspirados por el "Día del niño" 2013

http://www.chilango.com/ciudad/nota/2013/04/30/los-juegos-favoritos-de-la-redaccion

En particular les recomendamos lo expresado por Pepe Castillo, Sandra, Fer, Juan Carlos, Andrea, Juan Luis y Melisa. En todos estos textos encontrarán la anécdota que muestra la fuerza, importancia y pemanencia de las experiencias lúdicas.





Desde Italia pasando por Argentina y la casa del "Nonno Juan":
ver: http://recuentos.wordpress.com/romance-de-la-higuera-y-el-olivo/
El patio de los nonos*, no tenía límites y nuestra imaginación, desde el trayecto de casa a ese patio… tampoco. Siempre fue así, incluso cuando ya no era tan niño, ir a la casa “del Porlo”, era una aventura en muchos sentidos… de arranque ya sabíamos que el premio nos esperaba allá.
Entrar por el patio, por cualquier lugar, y cada vez, por un lugar diferente, sin una razón o una lógica que recuerde, simplemente esas cosas, que de niños nomás se entienden.
En el taller solía estar el nono Juan, o en su escritorio, haciendo algo, o leyendo revistas o libros que tenían las hojas amaaaaaaaaariiiiii…llas…. de tan gastados o viejos que eran.
Que haces Martinchu ? – solía saludarme.
Cuando volvías con el nono, había acomodado el papel y continuaba el relato…
- Entonces, mi mama me dibujaba. mientras me decía en dialecto…Tenes que decirle: Hola Doña…como era que se llamaba?….mi mama me manda a buscar dos botones…. – relataba el nono Juan, y dibujaba:

-…y un pedazo de hilo …- decia el nono
- ...y algunos alfileres también – seguía dibujando.
-…también necesito una aguja …- y agregaba al dibujo:
-… para que no se me pierda nada en el camino, envuelvamelo Doña…no me puedo acordar el nombre…, y atemeló – y terminaba el dibujo.

* nonos: Plural hispanizado de la palabra italiana original "Nonno" que bien muestra el paso por "América" del vocablo aquí utilizado. Recordemos que esto quiere decir "abuelo" (nonno) y "abuelos" (nonni).

Nota: Este relato me recuerda al que me hacía mi madre: Fuí al mercado, compré dos huevos, una cajita de fósforos, saaué tres, le dí la vuelta al mercado y... ¿quién apareció? (¡El dibujo era también bastante parecido al anterior!)






Futbolito casero - Leoncio Bueno de Perú.

Recuerdo interminables partidos de pelota de trapo en la calle, al trompo, al barrilito o los juegos de figuritas.

También jugábamos con mi hermano y mis primos a los botones. Hacíamos campeonatos y podíamos pasar tardes enteras dedicados a este juego, donde cada botón era un jugador de futbol y un minúsculo botón de camisa hacia las veces de pelota. manejábamos a los jugadores-botones con un botón grande que servía para impulsarlos, y llegamos a poseer en este arte destrezas de malabaristas. Marcamos con un vidrio la estructura de un campo de futbol, con todas sus divisiones en una bellisima mesa de roble que servía a nuestros almuerzos diarios. Mi madre, que nació con la capacidad excepcional de asimilar los disparates, no elogió el magnífico trazado de nuestro campo de juego sobre la mesa -herencia de su padre- pero tampoco nos recriminó. Sólo dijo: "Me hubieran avisado" y se resigno a que comieramos sobre el césped imaginario que habían inventado sus queridos hijos. De ahí en más cada comida parecía tener el carácter de un picnic. Más de un partido fue suspendido por el inevitable tendido que exigía la mesa a la hora de la comida. Casi nunca a pesar del clima de tolerancia en que vivíamos, se les permitía a nuestros botones impedir el almuerzo o la cena. No nos causaba mucha gracia pero nos acostumbramos, comprendimos que los adultos también tienen sus cosas y que algunas concesiones había que hacer. (Juego de 1930 aproximadamente).



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