(...) Cada uno de esos objetos servía a Jamil para construir una historia que les daba presencia y validez indiscutibles. De noche a la luz de la Coleman que alumbraba nuestro albrgue, el muchacho pasaba revista a sus tesoros y me repetía la historia de algunos de ellos, cada vez más enriquecida con variaciones sorprendentes. Una de esas noches, mostrándome un trozo de cable teñido de púrpura, me explicó:
- "Con esta cuerda ahorcaron a un pirata que mató a todas las personas de una isla que luego hizo suya. No perdonó ni a los niños. Cuando lo apresaron los barcos de guerra que fueron a buscarlo, fue colgado del palo más alto de la nave almirante. ¿Sabes cómo se llamaba? El Leopardo Furioso."
Me aventuré a preguntarle de dónde había sacado tanto detalle y qué sabía él de piratas y naves almirantes. Me contestó que en varias ocasiones me había escuchado hablar de piratas con Mosés Ferrán y de una isla que se llamaba "Cecilia". "Sicilia" le corregí. Fue así como caí en la cuenta de que Jamil había asimilado a su manera mis charlas con Mosén Ferrán sobre las incursiones de los almogárves y había ojeado también varios de los libros sobre el tema que solía prestarme nuestro amigo y en cuyas láminas, de seguro, se inspiraba para crear sus historias.
Ninguno de los objetos rescatados del mar por Jamil podía cambiarse de lugar. Cuando intenté hacerlo en un momento de distracción, recibí una severa reprimenda. La razón expuesta por Jamil me dejó un tanto en la luna:
- Si los cambias de sitio no van a saber en dónde estaban. Los separas de sus amigos y los mandas a vivir entre extraños.
Pasado el tiempo ya no me intrigaban esas secretas leyes que rigen el mundo de la infancia. Es más, en ocasiones me sorprendí acatándolas entusiasta. (...)
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