En el mes de Mayo trajo Antero el primer zumbayllu al Colegio. Los alumnos pequeños lo rodearon.
-¡Vamos al patio Antero!
-¡Al patio, hermanos! ¡Hermanitos!
Palacios corrió entre los primeros. Saltaron el terraplén y subieron al campo de polvo. Iban gritando:
-iZumbayllu zumbayllu!
Yo los seguí ansiosamente.
¿Qué podía ser el zumbayllu? ¿Qué podía nombrar esta palabra cuya terminación me recordaba misteriosos objetos? El humilde Palacios había corrido casi encabezando todo el grupo de muchachos que fueron a ver el zumbayllu; había dado un gran salto para llegar primero al campo de recreo. Y estaba allí mirando las manos de Antero, con una alegría que daba a su rostro el esplendor que no tuvo antes. Su expresión era muy semejante a la de los escolares indios que juegan a la sombra de -los molles en los caminos que unen las chozas lejanas y las aldeas. El propio ¨añuco", el engreído, el arrugado y pálido "Añuco", miraba a Antero desde un extremo del grupo; en su cara amarilla, en su rostro agrio, erguido sobre el cuello delgado, de nervios tan filudos y tensos, había una especie de tierna ansiedad. Parecía un ángel nuevo, recién convertido.
Yo recordaba al gran "Tankayllu", al danzarín cubierto de espejos, bailando a grandes saltos en el atrio de la iglesia. Recordaba también al verdadero tankayllu, al insecto volador que perseguíamos entra los arbustos floridos de Abril y Mayo. Pensaba en los blancos pinkuyllus que había oído tocar en los pueblos del sur. Los pinkuyllus traían a la memoria la voz de los wak'rapukus. ¡Cómo la voz de los pinkuyllus y wak'rapukus es semejante al extenso mugido con que los toros encelados se desafían a través de los montes y los ríos!
Yo no pude ver el pequeño trompo ni la forma. cómo Antero lo encordelaba. Me dejaron entre los últimos, cerca del ¨Añuco¨. Ví que Antero, en el centro del grupo, daba una especie de golpe con el brazo derecho. Luego escuché un canto delgado.
Era aún temprano; las paredes del patio daban mucha sombra; el sol encendía la cal de los muros, por el lado del poniente. El aire de las quebradas profundas y el sol cálido no son propicios a la difusión de los sonidos; apagan el canto de las aves, lo absorben; en cambio hay bosques que permiten estar siempre cerca de los pájaros que cantan. En los campos templados o fríos, la voz humana o la de las aves es llevada por el viento a grandes distancias. Sin embargo, en ese campo de polvo del Colegio, bajo el sol denso, el canto del zumbayllu se propagó con una claridad extraña; parecía tener un agudo filo. Todo el aire debía estar henchido de esa voz delgada; y toda la tierra, ese piso arenoso del que parecía brotar.
- ¡Zumbayllu zumbayllul
Repetí muchas veces el nombre mientras oía el zumbido del trompo. Era como un coro de grandes tankayllus fijos en un sitio, prisioneros sobre el polvo. Y causaba alegría repetir la palabra, tan semejante al nombre de' los dulces insectos que desaparecían cantando en la luz.
Hice un gran esfuerzo; empujé a otros alumnos más grandes que yo y pude llegar al círculo que rodeaba a Antero. Tenía en las manos un pequeño trompo. La esfera estaba hecha de un coco, de tienda, de esos pequeñísimos cocos grises que vienen enlatados; la púa era grande y delgada. Cuatro huecos redondos, a manera de ojos, tenía la esfera. Antero encordeló el trompo lentamente con una cuerda delgada; le dió muchas vueltas envolviendo la púa desde su extremo afilado; luego lo arrojó. El trompo se detuvo un instante en el aire y cayó después en un extremo del círculo formado por los alumnos, donde había sol. Sobre la arena brillante su larga púa trazó líneas redondas, se revolvió lanzando ráfaga de aire por sus cuatro ojos. Vibró como un gran insecto cantador, luego se inclinó volcándose sobre el eje. Una gris anteolaba su cabeza giradora, un círculo negro lo partía por el centro de la esfera. Y su agudo canto brotaba de esa faja oscura. Eran los ojos del trompo, los cuatro ojos grandes que se hundían como en un líquido en !a dura esfera. El polvo más fino se levantaba, en círculo envolviendo, al pequeño trompo.
El canto del zumbayllu se internaba en el oído; avivaba en la memoria la imagen de los ríos, de los árboles negros que cuelgan en las paredes de los abismos.
Miré el rostro de Antero. Ningún niña contempla un juguete de ese modo. ¿Qué semejanza había, qué corriente, entre el mundo de los valles profundos y el cuerpo, de ese pequeño juguete móvil, casi proteico que escarbaba cantando la arena en la que el sol parecía disuelto?
Antero tenía cabellos rubios, su cabeza parecía arder en los días de gran sol. La piel de su rostro era también dorada; pero tenía muchos lunares en la frente. "Candela" le llamaban sus condiscípulos; otros lo decían en quechua "Markask'a", ¨El Marcado", a causa de sus lunares. Antero miraba el zumbayllu con un detenimiento contagioso. Mientras bailaba el trompo todos guardaban silencio. Así atento, agachado, con el rostro afilado, la nariz delgada y alta, Antero parecía asomarse desde otro espacio.
(*) Fragmento del capítulo sexto de la novela "Los ríos profundos".
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